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Resumen ejecutivo
Combatir la desigualdad es uno de los desafíos más urgentes que deben enfrentar las sociedades latinoamericanas en su búsqueda del desarrollo sostenible. Difícilmente será posible lograrlo sin políticas que aborden uno de los problemas históricos no resueltos en la región: la extrema concentración en el acceso y control de la tierra y en el reparto de los beneficios de su explotación.
La lucha por la tierra ha provocado conflictos internos, desplazamientos y violaciones de derechos humanos. Los intentos de reforma agraria han fracasado de forma generalizada, en gran medida porque la entrega de tierras a familias campesinas no se acompañó de políticas que hiciesen viable la agricultura familiar. A menudo se corrompió, beneficiando a personas allegadas al poder y no a quienes más las necesitaban.Y muchos avances importantes se revirtieron posteriormente con políticas que desregularon el mercado de tierras y facilitaron la acumulación.
Mientras, extensas superficies de bosques, pastos, costas y otros recursos de propiedad comunitaria han sido arrebatadas a sus legítimos dueños ancestrales, cuyos derechos territoriales se vulneran sistemáticamente. Los Estados han sido incapaces de subvertir el poder de las élites que dominan la tierra, arraigado en un imaginario colectivo que subvalora, explota y discrimina a las personas que la trabajan y tienen derechos sobre ella, en especial las comunidades indígenas y afrodescendientes.
Como resultado, hoy la concentración en el reparto y control de la tierra es aún mayor que antes de ponerse en marcha políticas redistributivas en la década de 1960. La desigualdad en torno a la tierra no solo afecta al mundo rural, sino que es un obstáculo para el desarrollo sostenible pues limita el empleo, amplía los cinturones de pobreza urbana y socava la cohesión social, la calidad de la democracia, la salud del medioambiente y la estabilidad de los sistemas alimentarios locales, nacionales y globales. Una mejor distribución de la tierra asignaría de forma más eficaz los recursos ya que está demostrado que las fincas pequeñas pueden ser más productivas que las grandes, si se les dan las condiciones adecuadas. Y, sobre todo, contribuiría a reducir la pobreza, el hambre y la desigualdad al repartir mejor la riqueza y los ingresos.
No por casualidad el acceso igualitario a la tierra se ha definido como una meta clave para tres de los objetivos en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible adoptada por más de 150 jefes de Estado en 2015 en el marco de la Cumbre de las Naciones Unidas: terminar con la pobreza (objetivo 1), eliminar el hambre (objetivo 2) y alcanzar la igualdad de género (objetivo 5).
Se trata de una meta imprescindible en América Latina, la región del mundo con mayor desigualdad en la distribución de la tierra. Los datos son demoledores: más de la mitad de la tierra productiva en la región está concentrada en el 1% de las explotaciones de mayor tamaño, según el análisis de los censos agropecuarios realizado por Oxfam.
En otras palabras, el 1% de las fincas utiliza más tierra que el 99% restante. El caso más extremo es el de Colombia, donde más del 67% de la tierra productiva está concentrada en el 0,4% de las explotaciones. Chile y Paraguay no se quedan atrás en desigualdad, pues en estos países el 1% de las explotaciones acapara más del 70% de la tierra.
Mientras que los grandes latifundios se hacen cada vez más con el territorio, las pequeñas fincas familiares quedan arrinconadas o van desapareciendo. Pese a representar más del 80% del total de explotaciones censadas, las pequeñas fincas apenas utilizan el 13% de la tierra productiva, según los últimos datos disponibles.
De nuevo Colombia es el país más desigual, pues el 84% de las explotaciones más pequeñas manejan menos del 4% de la superficie productiva, así como Paraguay, donde más del 91% de las fincas apenas ocupan el 6% de la tierra.
Las mujeres son especialmente marginadas en el acceso a la tierra, pues a pesar de que en todos los países se reconoce la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, en la práctica ellas manejan menos tierra que los hombres –entre un 8% en Guatemala y un 30% en Perú– y en parcelas más pequeñas, de peor calidad y en condiciones de tenencia más inseguras. Esta exclusión histórica, fruto de barreras culturales e institucionales muy arraigadas, limita la autonomía económica y el ejercicio de otros derechos económicos y sociales de las mujeres.
Pero la desigualdad en torno a la tierra no se limita a la forma en que se distribuye la superficie productiva. La competencia por la tierra y la concentración de poder en torno a ésta se han intensificado en los últimos años con la acelerada expansión del extractivismo, un modelo productivo basado en explotar los recursos naturales con el fin de producir grandes volúmenes de materias primas –recursos minerales, hidrocarburos, productos agroindustriales, ganaderos y forestales– fundamentalmente para el mercado global.
Las concesiones mineras y petroleras se han multiplicado desde el año 2000 en Bolivia, Colombia, Perú y Ecuador. Las plantaciones forestales en la región crecen a un ritmo de más de medio millón de hectáreas cada año, ocupando una fracción cada vez mayor del territorio en Chile, Brasil y México. La ganadería avanza de forma imparable sobre el Gran Chaco (en Argentina, Paraguay y Bolivia), provocando las mayores tasas de deforestación del mundo y amenazando la supervivencia y el bienestar de pueblos indígenas, algunos de ellos no contactados. Y la producción agrícola, liderada por cultivos como la soja, la caña de azúcar y la palma aceitera, bate récords de superficie año tras año en Brasil, Argentina y Paraguay.
Este auge del extractivismo ha contribuido a impulsar el crecimiento económico en la región y a mejorar los servicios públicos en países que supieron aprovechar la bonanza de precios para aumentar su inversión social. Pero la dependencia de las materias primas implica un riesgo importante por la volatilidad en los mercados internacionales, elevados costes ambientales y sociales y un aumento de la desigualdad a consecuencia de la acumulación de la riqueza y el poder.
Por su propia naturaleza, las actividades extractivas concentran los beneficios en manos de unas élites que despliegan su dominio sobre la tierra para acceder a todas las fuentes posibles de materias primas. Distintas formas de control más allá de la propiedad –como el alquiler, las concesiones a largo plazo, la producción bajo contrato y la integración de las cadenas de valor– han reconfigurado el poder en torno a la tierra a través de un complejo sistema de relaciones comerciales, políticas y financieras.
La máxima expresión de este poder son las corporaciones multinacionales, que no necesariamente poseen la tierra, pero que participan en el control de sus recursos a través de la producción agropecuaria a gran escala, la explotación de reservas minerales y de hidrocarburos, y el dominio de puntos estratégicos de acceso a los mercados.
En Bolivia y Paraguay, por ejemplo, unas pocas transnacionales controlan las exportaciones de soja y otras materias primas agrícolas.Para competir en una economía globalizada, las viejas élites se han aliado con nuevos socios y las empresas familiares han diversificado sus líneas de negocio, ampliado su alcance y consolidado una presencia cada vez mayor en los mercados internacionales, transformándose en poderosas corporaciones translatinas.
Estas élites económicas utilizan su poder para influir sobre las decisiones políticas y regulatorias que afectan a sus intereses a través de mecanismos que van desde la financiación de partidos hasta el tráfico de influencias, pasando por el lobby, las puertas giratorias o el control de los medios de comunicación. Por medio de esta “captura política” aprovechan los recursos públicos para la máxima obtención de beneficios privados, alimentando la desigualdad.
Los inversores y las corporaciones internacionales, por su parte, blindan sus intereses mediante instrumentos que a menudo desprotegen los derechos de las personas y debilitan la soberanía nacional. Los acuerdos de libre comercio y de inversión contemplan mecanismos de resolución de controversias que permiten a una empresa inversora demandar ante un tribunal internacional de arbitraje –pasando por encima de los tribunales nacionales– a un Estado que adopte cualquier medida que considere perjudicial para sus futuras ganancias.
Los Estados se exponen a multas millonarias, incluso cuando actúen por objetivos de interés público, como la protección de la salud de las personas o el medio ambiente, o el respeto del derecho al territorio de los pueblos indígenas.
Países como Argentina, México, El Salvador, Ecuador, Perú y Venezuela se han enfrentado a este tipo de litigios y algunos han sido sancionados por cancelar o denegar licencias para realizar actividades extractivas.
Mientras, los gobiernos de la región han reducido su intervención reguladora para dejar que el mercado asigne la tierra a su uso más “productivo”, suavizando los límites a la propiedad que algunos países habían introducido para evitar el acaparamiento. Con pocas excepciones, han abandonado la inversión pública en la agricultura familiar campesina e indígena y han desatendido su obligación de reconocer, formalizar y proteger la propiedad colectiva de las comunidades indígenas y afrodescendientes. A fin de atraer la inversión externa, muchos han desplegado incentivos y privilegios fiscales que contribuyen a perpetuar la desigualdad y detraen recursos de las arcas públicas.
Con el avance del extractivismo se han multiplicado los conflictos territoriales, disparándose de forma alarmante los índices de violencia contra quienes defienden la tierra, el agua, los bosques y los derechos de las mujeres, los pueblos indígenas y las comunidades campesinas. Estos grupos vulnerables son perseguidos, agredidos y criminalizados por resistirse a actividades que atentan contra sus medios de vida, su salud y el
entorno en el que viven y de cuyos beneficios no suelen participar.
El conflicto entre los intereses de sectores privilegiados, frecuentemente respaldados por políticas hechas a su medida, y los derechos de las mayorías rurales ha dado lugar a una verdadera crisis de derechos humanos en la región. Con 122 defensores y defensoras asesinados, 2015 fue el peor año en la historia reciente de América Latina para la defensa de los derechos humanos. Más del 40% de los casos estaban relacionados con la defensa de la tierra y el territorio, el medio ambiente y los derechos de los pueblos indígenas.
Las mujeres están en primera línea en las luchas por la tierra y sufren formas específicas de violencia como el acoso sexual, las agresiones verbales o el hostigamiento a sus familias. El asesinato de la activista hondureña Berta Cáceres por encabezar la resistencia a un proyecto hidroeléctrico expuso la extrema vulnerabilidad de las mujeres defensoras y la pasividad –cuando no la complicidad– de gobiernos, como el hondureño, que incumplen reiteradamente su obligación de proteger los derechos de la ciudadanía.
Los pueblos indígenas también están en una situación especialmente vulnerable, pues sus territorios albergan un tercio de las tierras que se destinan a la explotación minera, petrolera, agroindustrial y forestal en todo el mundo. Los países de la región han ratificado los instrumentos internacionales que reconocen los derechos de los pueblos indígenas a la tierra y al territorio, así como el derecho a la consulta y a un consentimiento previo, libre e informado. Sin embargo, los procesos de demarcación, titulación y consulta avanzan a un ritmo extremadamente lento frente a la acelerada ocupación y destrucción de sus tierras en países como Brasil, Paraguay, Honduras, Colombia o Guatemala.
La expansión del modelo extractivista arrincona cada vez más a las poblaciones campesinas, cuyos miembros recurren a la ocupación y otras formas de movilización para demandar su derecho a la tierra frente a sectores con mucha mayor influencia política. Al hacerlo se arriesgan a sufrir agresiones, ataques y hostigamiento por parte de fuerzas estatales, cuerpos de seguridad privada o bandas criminales al servicio de intereses económicos. En Colombia, por ejemplo, los grupos paramilitares que operan ilegalmente son responsables de dos de cada tres ataques y homicidios contra defensores y defensoras rurales.
La creciente persecución y criminalización de comunidades indígenas y campesinas, mujeres y hombres en defensa de la tierra y los recursos naturales, forma parte de una estrategia de represión que se extiende por toda América Latina.
Utiliza tácticas como la militarización de los territorios, los estados de excepción, la intervención de agentes de seguridad privada codo a codo con fuerzas policiales y militares o la instrumentalización del aparato judicial para deslegitimar la protesta social. Gracias a la acción colectiva hoy existe mayor información y preocupación que nunca acerca de los daños sociales y ambientales asociados al extractivismo. Pero nunca antes la vida de activistas, periodistas, defensores y defensoras había estado tan en peligro.
En esta lucha por la tierra y la defensa de los derechos humanos, los movimientos sociales –y en particular la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC-VC) y la Red Centroamericana de Mujeres Rurales, Indígenas y Campesinas (RECMURIC)- han desempeñado un papel protagónico en momentos cruciales y durante muchos años por lograr esta demanda esencial para las comunidades indígenas y campesinas.
Este panorama muestra de forma contundente que para erradicar la pobreza y alcanzar el desarrollo sostenible en América Latina es imprescindible una redistribución de la propiedad y el control de la tierra, así como de los beneficios e impactos del extractivismo, asegurando tanto los derechos individuales como los colectivos. Estos objetivos deben regresar al centro del debate político sobre cómo avanzar hacia sociedades más prósperas e inclusivas.
Se requieren acciones audaces para emprender un nuevo camino que priorice el acceso y control de la tierra para todas las personas y comunidades que dependen de ella, así como a los recursos necesarios para que puedan desarrollar medios de vida dignos y sostenibles y contribuir así a un crecimiento económico inclusivo.
Desde Oxfam hacemos un llamado a los actores en la región –gobiernos, organismos, movimientos sociales, empresarios y centros académicos– a unir fuerzas para que los objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible no queden solamente en el papel, dedicándose en particular al cumplimiento de las metas 1.4, 2.3 y 5.7 sobre el acceso seguro y equitativo a la propiedad y al control de las tierras.
Para ello es necesario detener las prácticas que fomentan la desigualdad y promover una nueva redistribución de la tierra. Por eso, Oxfam exhorta:
A todas las instituciones internacionales influyentes que trabajan en la región, tales como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, a:
Situar este reto en el centro del debate sobre cómo reducir la desigualdad económica y social en la región, y redoblar los esfuerzos por redistribuir la tierra.
A las instituciones internacionales que financian el desarrollo, a:
Incluir este reto en sus análisis de inversión y riesgo; abordarlo en todos sus proyectos que afectan al uso de la tierra y los recursos naturales; y aplicar robustos estándares de derechos humanos en sus operaciones de financiamiento, así como mecanismos de control y sanción a los inversores y Estados que los incumplan.
A las empresas y corporaciones, y a todos los inversores nacionales e internacionales en la región:
En todas sus operaciones: aplicar estrictamente los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos; poner en práctica lo que les corresponde en las Directrices acordadas por el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial sobre la Gobernanza Responsable de la Tenencia de Tierra; y asegurar el pleno cumplimiento de todos los convenios internacionales de derechos humanos, incluyendo la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
Instamos, además, a los gobiernos de la región a fortalecer los derechos de las personas y eliminar los privilegios de las élites con acciones encaminadas a:
1.Responder de forma urgente y efectiva a la demanda por el acceso y control de la tierra y los medios de producción por parte de las poblaciones rurales, adoptando medidas concretas que contribuyan a una redistribución de la propiedad de la tierra y a una mayor equidad, y poniendo en práctica las Directrices sobre la Gobernanza Responsable de la Tenencia de la Tierra;
2.Reconocer a las mujeres rurales como ciudadanas plenas, sujetos de derechos, y por su papel clave en las economías familiar y nacional, y garantizar su acceso a la tierra y otros recursos productivos, lo que requiere políticas específicas con enfoque de género para vencer los obstáculos que impiden a las mujeres ejercer
su derecho a la tierra;
3.Proteger los derechos territoriales colectivos de comunidades indígenas y afrodescendientes, en cumplimiento con la Declaración de
las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, y facilitar el avance en los procesos de titulación;
4.Garantizar el derecho a la consulta con la implementación de normativas y mecanismos para que toda comunidad afectada por inversiones en tierras y actividades de extracción y explotación de los recursos naturales pueda dar o negar su consentimiento libre, previo e informado;
5. Limitar el poder de las élites y su capacidad de influir sobre el diseño e implementación de políticas públicas mediante un marco normativo efectivo que equilibre la representación política y proteja el interés público;
6.Impulsar políticas económicas y de inversión que fomenten un crecimiento económico equilibrado y diversificado, priorizando el desarrollo territorial, el respeto al medioambiente, la generación de empleo y la fiscalización de las condiciones laborales, y a la vez estableciendo un marco regulatorio para asegurar la distribución más equitativa de los beneficios que resulten de las formas indirectas de dominio sobre la tierra, tales como las distintas modalidades de alquiler de tierras y los contratos de producción y acopio;
7.Prevenir los impactos de las actividades de extracción y explotación de los recursos naturales con una normativa exigente de los estándares internacionales y con controles más estrictos de los impactos ambientales, sociales y culturales, limitándolas o prohibiéndolas cuando su realización vulnere los derechos de las comunidades y pueblos afectados;
8.Establecer sistemas tributarios que aseguren el pago justo con respecto a la propiedad de la tierra y las ganancias obtenidas con su explotación y que desincentiven la acumulación de la tierra con fines especulativos;
9. Combatir la impunidad, implementando mecanismos de prevención y protección que eviten toda forma de violencia y criminalización contra lideresas y líderes indígenas, afrodescendientes y campesinos, así como contra defensores y defensoras del territorio y de los derechos humanos;
10.Garantizar el acceso a la justicia a través de la independencia e imparcialidad de los operadores de justicia, la investigación, sanción y reparación adecuada de las violaciones de derechos humanos cometidas en contextos de inversiones en tierras y actividades de extracción y explotación de los recursos naturales.
Finalmente, Oxfam alienta a los movimientos sociales en la región a seguir exigiendo el cumplimiento de todos sus derechos y denunciando cuando se incumplan, ejercer el derecho de contraloría, y participar en los procesos legítimos de consulta que deberían ampliarse con los demás actores.
Desde Oxfam seguiremos acompañándolos en su justa lucha por el derecho a la tierra y al territorio para avanzar hacia sociedades menos desiguales, donde los privilegios de unos pocos no estén por encima de los derechos de todos y donde los recursos, las oportunidades y los beneficios del desarrollo estén mejor distribuidos.
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