Imagen: Entretanto Magazine
Tenemos el agrado de
compartir la ponencia del destacado antropólogo peruano Alberto Chirif expuesta
en el conversatorio: Realidad, desarrollo y autonomía de los pueblos
amazónicos: abrazando peruanidad, organizado por el Congreso de la
República los días 13 y 14 de mayo, en el Palacio Legislativo sobre un tema
esencial para todos los pueblos, tanto costeños, andinos como amazónicos.
El discurso del desarrollo,
entendido como progreso siempre creciente de la sociedad, tiene una escasa profundidad
histórica. En un excelente artículo, llamado justamente “Desarrollo”, Gustavo
Esteva (1996: 52-78) señala cómo, entre mediados del siglo XVIII y del XIX, el
concepto de “desarrollo evolucionó de una noción de transformación que supone
un avance hacia la forma apropiada de ser, a una concepción de
cambio que implica encaminarse hacia una forma cada vez más perfecta”.
Añade el autor que en ese “periodo, evolución y desarrollo llegaron a emplearse
como términos intercambiables entre los científicos” (Ibíd.: 55).
Y en esto radica el meollo
del problema: la evolución así concebida debe ser un proceso que lleve a
situaciones cada vez más perfectas y el desarrollo también. Engels completó
esta idea cuando, trasladando las ideas de la evolución biológica al campo
social, estableció las etapas del tránsito obligado de todas las sociedades,
las cuales, partiendo del salvajismo, debían pasar por la barbarie y alcanzar
finalmente la civilización. Es curioso cómo los más acérrimos anticomunistas y
los más convencidos católicos han asumido esta tesis sin cuestionarse su
origen.
Es a inicios del siglo XX,
con el afianzamiento cada vez mayor de la sociedad industrial, del capitalismo
y de la ciencia tal como hoy la conocemos, y, sobre todo, después de la Segunda
Guerra Mundial cuando se configuran las características que deben regir las
relaciones entre los países del mundo, que la noción de desarrollo cobra gran
importancia. El desarrollo queda así marcado por la forma que le imprime un
país determinado, los Estados Unidos, que logra que su modelo se convierta en
objeto de deseo general. Su trabajo posterior sería entonces conseguir que la
vehemencia por poseerlo fuese mundial.
Antes de ese tiempo no se
hablaba de desarrollo. Los misioneros de los siglos XVII y XVIII no conocieron
ni intentaron nada parecido al desarrollo de los indígenas. Lo suyo era la
evangelización, la conquista espiritual, como la calificaron, aunque ella en
muchos casos lo fue también material, en la medida que junto a los sacerdotes
(en especial en los casos de la sierra y de la costa), se establecieron
encomenderos y autoridades diversas que se apropiaron de la fuerza de trabajo
de los indígenas. En ese proceso de evangelización, los misioneros realizaron
cambios que tuvieron drásticas consecuencias en el estilo de vida y el
bienestar de las sociedades indígenas. El principal de ellos fue la fundación
de reducciones, esas Babeles en las que las culturas y las lenguas se
confundieron y las gentes quedaron desorientadas por falta de referentes sociales
para organizar sus vidas en condiciones desconocidas.
Pero el cambio más drástico
producido por las reducciones fue el reasentamiento en ambientes ribereños de
indígenas acostumbradas a habitar en espacios interfluviales. Este hecho abrió
un proceso que continúa hasta nuestros días, cuando de ribereños de cursos
fluviales, muchos asentamientos se han convertido en orilleros de carreteras.
Se trata de un cambio grave porque implica, a la vez, una fuerte presión sobre
áreas reducidas y el abandono de zonas interiores del monte, lo que ha tenido
severas consecuencias para la buena gestión del territorio y el bienestar de la
gente.
Los caucheros del cambio de
siglo XIX-XX tampoco especularon sobre el desarrollo. Lo suyo, decían, en lo
que corresponde a su relación con los indígenas, era un tema de civilización.
No es casual que ya por entonces las ideas de Engels al respecto fueran bien
conocidas.
Si en algo se parecen los
caucheros civilizadores a los agentes desarrollistas actuales es que las
acciones de ambos producen justamente lo contrario de lo que sus discursos
anuncian. ¿Qué tiene que ver con la civilización bien entendida las masacres,
violaciones y torturas cometidas contra la población indígena, y esto sin
referirme a los métodos destructivos de la naturaleza para hacerse de las gomas
silvestres que, en el caso del caucho (es decir, de la Castilloa ulei)
implicaba la tala del árbol? ¿O qué tiene que ver con los beneficios que
anuncia el desarrollo, la contaminación de las personas y de su medio ambiente,
el retroceso cada vez mayor de la calidad de servicios sociales, como los de
educación y salud, y, en fin, la alteración de condiciones de vida
satisfactorias a cambio de nada? Por más que lo pienso, en ninguno de los dos
casos he podido encontrar la relación.
No puedo decir lo mismo
respecto a los misioneros, no porque esté de acuerdo con lo que hicieron sino
porque, en los casos que no actuaron como monaguillos del poder político y
económico, no se les puede acusar de haber lucrado con discursos
deliberadamente falsos. No obstante, las tres fuerzas, misioneros, caucheros y
agentes del desarrollo, tienen en común la responsabilidad de haber generado
aquello que los economistas llaman “externalidades”, término que, a pesar de su
aparente inocencia, encubre realidades atroces: en el caso de los misioneros,
las epidemias que diezmaron a las poblaciones indígenas; de los caucheros, las
torturas y asesinatos deliberados; y de los agentes del desarrollo (Estado,
empresas, entidades financieras internacionales), el deterioro de la vida de la
gente y la contaminación de su salud y hábitat.
La otra pregunta que hay
que hacer en este momento es si desarrollo significa algo para los pueblos
indígenas. En una notable reflexión, Carlos Viteri se pregunta si existe el
concepto de desarrollo en las cosmovisiones indígenas. Su conclusión es que en
ellas no existe “la concepción de un proceso lineal de la vida que establezca
un estado anterior o posterior, a saber, de subdesarrollo y desarrollo;
dicotomía por los [sic: la] que deben transitar las personas para la
consecución de bienestar, como ocurre en el mundo occidental”. Añade que
tampoco existen en esas cosmovisiones “conceptos de riqueza y pobreza
determinados por la acumulación y carencia de bienes materiales”. En cambio,
agrega, los pueblos indígenas tienen una visión holística acerca de lo que debe
ser el objetivo de los esfuerzos humanos, que es “buscar y crear las
condiciones materiales y espirituales para construir y mantener el
‘buen vivir’, que se define también como ‘vida armónica’, que en idiomas
como el runa shimi (quichua) se define como el ‘alli káusai’ o ‘súmac
káusai’” (Viteri, 2012).
En la misma línea de lo que
plantea Viteri, quiero señalar que durante un taller en la comunidad de
Pucaurquillo (río Ampiacu, bajo Amazonas, Loreto), realizado hace unos años,
pregunté a personas de cuatro identidades indígenas diferentes qué significaba
para ellos pobreza. Solo una de las personas señaló que ser pobre era “no tener
recursos económicos”. La pregunta que debí hacerle en ese momento es qué
entendía por tales recursos. De las demás, ninguna aludió a dinero o a bienes
de mercado, sino más bien a relaciones y a actividades propias: no tener
parientes, no tener relaciones sociales, no tener chacra, alguien sin cultura,
no tener conocimiento ni educación, ser minusválido o mutilado (exactamente:
“que no tiene extremidades”) y ser ciego.
Por las dos consideraciones
expuestas, como son la escasa profundidad histórica del discurso del desarrollo
y la ausencia del concepto de desarrollo en los pueblos indígenas, es que ahora
le daré un giro al tema de la presente mesa titulada “Autonomía y desarrollo en
las historias de los pueblos amazónicos”, para entrar más bien a analizar qué
es lo que hay detrás del concepto y cuáles han sido las consecuencias de las
políticas de desarrollo para los pueblos indígenas.
Analizando la palabra
La palabra en general está
en un franco proceso de desvalorización. Muchos políticos no cumplen lo que
ofrecen o señalan que lo que hacen es justamente lo que habían prometido por
más que la realidad demuestre todo lo contrario a quienes aún les quedan ojos
para ver y decencia para evaluar. Otros declaran, sin el más mínimo temblor de
voz, que una cosa son las ofertas de pretendiente y otra las realidades de
ejecutante.
El carácter puramente
convencional que se le atribuye a las palabras parece haberse ahora trasladado
al terreno de las ideas, y así como se considera que el término para llamar,
por ejemplo, a una mesa pudo haber sido otro, así se piensa -o al menos, se
actúa como si así se pensase- que las ideas expresadas a través de una palabra
pueden ser contrarias a los contenidos que en un momento constituían su
significado. De este modo, palabras como igualdad o democracia pueden, en la
práctica, significar algo muy diferente a lo que indica su semántica.
Entre las palabras que más
me impresionan por la distancia que su uso arbitrario ha ido estableciendo
respecto a su significado están patriotismo y su correspondiente local
regionalismo. Con frecuencia vemos cómo los que más cantan el himno nacional e
inflaman sus bocas con discursos de amor a la tierra natal, mano al pecho
incluida, son los que más saquean las arcas nacionales y regionales, dejando al
país sin recursos para invertir en obras de infraestructura, y en servicios de
salud, educación y promoción económica destinados a lo que constituye el bien
más valioso de un país: su gente.
El maltrato, la burla, el
escarnio hecho contra esa misma gente por quienes ocupan puestos de poder nos
pone nuevamente frente a la distancia que separa la palabra patriotismo de la
realidad. La referencia a los ciudadanos de segunda, tercera y demás categorías
inferiores no es solamente producto del dislate de un ex presidente, sino expresión
de una práctica común en la que el peso específico de la palabra “derecho” es
diferente para los que son cercanos al poder que para los que están alejados de
él.
Otra de esas palabras que
cada vez marca mayor distancia respecto a la realidad es sin duda “desarrollo”.
¿Qué significa esta palabra? El DRAE consigna siete acepciones. La última de
ellas está relacionada con el contenido que le atribuye la política:
“Progresar, crecer económica, social, cultural o políticamente las comunidades
humanas”. Esta acepción junto con otras dos está precedida de la abreviatura
fig., que indica que se trata de un significado figurado, lo que resulta
interesante y tal vez explicativo de la escasa correspondencia del término con
la realidad.
Sin embargo, ninguna de las
acepciones de la palabra contempla las posibilidades, lamentablemente reales,
que se hacen cada vez más explícitas en las prácticas relacionadas con el
desarrollo. Mencionaré algunas. Comienzo por decir que el desarrollo no
beneficia a todos por igual. Claro que esto tiene muchas variantes dependiendo
del país en que se sitúe el análisis. En los Estados Unidos, por ejemplo, según
un informe anual realizado para Merrill Lynch (Brooks, 2011) en 2011, 3.1
millones de personas, que representan el 1% del total de su población,
concentran el 25% del ingreso nacional del país.
Esto quiere decir que 300
millones de estadounidenses se reparten el 75% restante de dicho ingreso. Y
aunque es verdad que la plusvalía acumulada por ese país permite que gran parte
de este porcentaje de población viva en condiciones de bonanza más que
suficientes, la escala descendente deja muy mal parados a muchos millones que
no reciben nada de la torta o apenas recogen las migajas que caen de la mesa.
En otras palabras, el “chorreo” es cada vez más débil para los que están más
alejados de la fuente.
No dispongo de datos
estadísticos sobre el Perú, pero teniendo en cuenta que su capacidad de
acumular plusvalía es notablemente menor que la de los Estados Unidos, a causa
de su economía basada en el modelo primario exportador, el “chorreo”, que con
frecuencia se convierte en “choreo”, alcanza a un porcentaje muy reducido de la
población. Y lo que es peor, se destruyen economías locales que si bien no
otorgaban estatus de ricos a sus actores, les permitían gozar del beneficio de
bienes y servicios, y de lo que es tan importante como esto, de capacidad de
controlar sus conflictos para tener como resultado una cierta armonía de vida.
Este conjunto de características seguramente no encaje dentro de lo que hoy se
entiende como desarrollo o incluso, luego de la aplicación de los indicadores
de pobreza acuñados por el Estado y organismos internacionales, lleve a la
calificar de muy pobres a estos sectores sociales.
No solo entonces se está
frente al hecho de que el desarrollo, tal como está concebido, no beneficia a
todos, sino que se constata que en el Perú y muchos países similares, los que
manejan menor porcentaje de poder son los que pagan el precio del desarrollo de
aquellos que de antemano tienen una mayor cuota de este. Así, frente al embate
de industrias mineras, de hidrocarburos y forestales son ellos los que deben
ceder sus derechos para permitir el robustecimiento de empresas ricas y casi
siempre extranjeras. Entre ellos encontramos actores también diferentes, desde
medianos agricultores de Piura, exitosos exportadores de mangos, pasando por
productores de pan llevar de Cajamarca y otras regiones que alimentan a las
ciudades, hasta población indígena que maneja una concepción más integral de
una economía inmersa en relaciones de reciprocidad, aunque también genera
excedentes que destina al mercado y usa sus recursos para adquirir los bienes
de mercado que necesita.
A cambio, estos actores ni
se benefician de las rentas generadas por las industrias extractivas, ni
reciben indemnización alguna y ni siquiera un pedido formal de disculpa por los
perjuicios que se les causan. Más bien son amonestados desde el púlpito severo
de la ley por resistir el desarrollo, con el argumento de que sectores insignificantes
no pueden oponerse al bienestar de 30 millones de peruanos. Se les califica de
retardatarios opuestos al progreso y de terroristas encubiertos que buscan
destruir las bases de la sociedad. La retribución, si así se le puede llamar,
que ellos reciben son tierras y territorios expropiados en la práctica, por más
que en la formalidad de la ley les sigan perteneciendo; ríos y demás cuerpos de
agua contaminados; una salud destruida por acumulación de metales pesados,
humos de fundación y escasez de alimentos; y un tejido social destruido.
Cuando desde el poder se
lanzan eslogan impresionantes pero poco consistentes como aquel que dice que
pequeños sectores sociales no pueden poner en riesgo a 30 millones de peruanos,
se está tratando de confrontar la situación real de un sector que es o va a ser
afectado por un proyecto extractivo, con el beneficio figurado del conjunto de
la población del país, cuya voz es tomada por los políticos sin haberles
preguntado cuál es su opinión acerca del tema. De haberlo hecho, un gran
porcentaje de ella habría señalado, de una u otra manera, la falacia del
argumento. Por ejemplo, los maestros y los policías, ambos con sueldos de
hambre.
Los estudiantes de
universidades públicas, por su parte, se quejarían del recorte de las
asignaciones del Tesoro, indicando que esto es la causa de la caída de la
calidad de la educación. Lo mismo harían los escolares, en especial los de
escuelas rurales, al darse cuenta que la formación que han recibido no les
permite acceder a la educación superior. También desmentirían ese tipo de
propaganda los usuarios de los servicios de salud pública y los médicos que
trabajan en ese sector. En fin, esos 30 millones que supuestamente aplauden las
inversiones promovidas por el Estado quedarían reducidos a una cifra que no
quiero imaginar para no caer en la misma falacia que ahora cuestiono. Y
entonces, los grupos de gente que protestan por afectación directa -indígenas,
campesinos y también población urbana cuyas fuentes de agua serán afectadas por
actividades petroleras, como es el caso de Iquitos ya que se pretende explotar
petróleo en la cuenca del Nanay- serían sustancialmente reforzados por millones
de personas afectadas indirectamente por las políticas extractivas del Estado
o, en todo caso, no beneficiadas por ellas.
Final
Cuando se califica a la
gente que se opone a las políticas extractivas del Estado como refractaria al
desarrollo, el punto central es analizar qué se entiende por desarrollo y
quiénes son los beneficiarios de esta manera de concebirlo que produce mucho
dinero para unos y deja en condición de miseria a quienes habitan en las zonas
donde se genera la riqueza. A estos solo les tocan las famosas externalidades.
Y aunque ya he dado suficientes pistas al respecto, quiero aún insistir en este
asunto.
De acuerdo al “índice de
desarrollo humano” (PNUD, 2006), los distritos de Trompeteros, Pastaza,
Urarinas y Andoas, ubicados todos en Loreto y en la zona más antigua de
explotación petrolera en la región amazónica (42 años), figuran en el último
quintil de pobreza. Andoas, que es uno de los que produce más petróleo en
Loreto, se sitúa en el lugar 1801 de pobreza, a solo 31 puestos antes del
último de todo el país. Una situación similar enfrentan otras regiones. Según
el INEI: “los distritos más pobres de la región Puno son aquellos donde se
explota algún mineral. Son los casos de Pichacani-Laraqueri donde de acuerdo a su
medición el 82,7% de sus pobladores son pobres y 37,8% están en pobreza
extrema; o de San Antonio de Esquilache, distrito en el cual la pobreza es de
87,2% y la pobreza extrema 49,9%” (INEI 2009b).
Opino, sin embargo, que
estos índices no toman en cuenta algunos indicadores que, de ser considerados,
darían una visión más cabal de la pobreza, no solo de la población local, sino
de la que se va generando en el patrimonio nacional y las consecuencias que
esto tendrá para el país una vez que haya pasado la euforia del crecimiento del
6% anual, basado sobre todo en la venta de recursos naturales no renovables.
Recién entonces tal vez nos
demos cuenta que la mala inversión del dinero conseguido no ha ayudado a
construir ciudadanía y que hemos sido colaboradores en la generación de la
crisis global de un sistema fundado en el supuesto absurdo de una naturaleza
inagotable. En suma, si los índices de medición de la pobreza tuvieran en
cuenta la contaminación, y los de desarrollo la sanidad y buen estado del medio
ambiente, se tendría una visión integral acerca de la verdadera pobreza de la
gente y de la responsabilidad de las industrias extractivas contaminantes en su
generación, al destruir los medios de vida de las personas y afectar su salud.
He revisado mi memoria para
tratar de encontrar en ella siquiera un proyecto de los calificados de
desarrollo que haya beneficiado a la población indígena, y lamentablemente no
he encontrado ninguno. Por el contrario, constato el deterioro de estilos de
vida que si bien no expresaban riqueza sí calificaban de estrategias de
satisfacción plena de las aspiraciones sociales. Y constato también la
destrucción del medio ambiente y la generación de actividades ilegales
generadoras de violencia. Es bien conocido lo del oro en Madre de Dios, cuya
responsabilidad principal le corresponde a un Estado que por más de 50 años ha
dejado que las cosas sucedan a su ritmo y de acuerdo a los intereses y voluntad
de cada quien. Menos conocido son tal vez los efectos de la Carretera Marginal
en la zona del Pichis-Palcazu que ha significado la inútil destrucción del
bosque y la masiva expansión de los cultivos de coca y del narcotráfico.
¿Hay algo que pueda hacerse
para superar esta situación? Claro que lo hay, y mucho. Lo primero es fundar
las políticas de inclusión en el reconocimiento de derechos y no, como hasta
ahora se hace, en gestos de caridad. Dentro de los derechos, hay uno
fundamental que es la consulta previa para lograr el consentimiento por parte
de la población indígena que será afectada por iniciativas y políticas
estatales. Se trata de un derecho cuyo pleno ejercicio permitirá la
construcción de una verdadera democracia, en la cual las políticas respondan al
bien común. Por el momento, sin embargo, el Estado lo considera solo un trámite
que debe ser realizado con el mismo desagrado con que un paciente bebe un
medicamento amargo.
No obstante, hay algunas
experiencias que merecen ser conocidas y atendidas, ejecutadas, a veces, por
las propias organizaciones indígenas, y, otras, por ONG que no hacen mucha
bulla. Es el caso de iniciativas que han partido de lo que la gente sabe y
practica para, a partir de ahí, recuperar sistemas de control social sobre el
uso de recursos comunes, introducir cultivos y crianzas de especies que antes se
daban de manera natural, y desarrollar tecnologías al alcance de las finanzas
de la gente para darle valor agregado a productos del monte y a creaciones
artesanales. En la base de todo esto está una estrategia central en la cual el
desarrollo que hoy se impulsa no cree y desprecia: la seguridad alimentaria.
Escuchar y recoger la
experiencia y conocimientos de la población, e insertarse en su propia dinámica
para desde ahí construir con ella una estrategia orientada hacia mejores
condiciones de vida, y lo que es tan importante como esto, aprender de los
errores del pasado, son, creo yo, condiciones de base indispensables para
superar las visiones autoritarias actuales que no solo no superan la pobreza
sino que la generan.
Referencias:
- Brooks, David: 2011 Número
uno. http://www.jornada.unam.mx/2012/07/09/opinion/026o1mun
- Esteva, Gustavo: 1996
“Desarrollo”, en Sachs, Walter (ed), Diccionario del desarrollo. Pratec. Lima,
pp.: 52-78.
- INEI: 2009b «Conozca a
los más y menos pobres del Perú». Nuevo mapa de pobreza 2009. Instituto
Nacional de Estadística e informática. http://cecopros.org/principal//content/view/1158/308/
- PNUD: 2006 Informe
sobre desarrollo humano / Perú 2006. Lima: PNUD.
- Viteri, Carlos: “Visión
indígena del desarrollo en la Amazonía”, Polis [En línea], 3 | 2002, Puesto en
línea el 19 noviembre 2012. URL :http://polis.revues.org/7678 ; DOI : 10.4000/polis.7678
—
*Alberto Chirif es
antropólogo peruano por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabaja
desde hace más de 40 años en temas relacionados a la amazonía, especialmente en
el reconocimiento de derechos colectivos de los pueblos indígenas. Actualmente
se desempeña como consultor independiente. Es autor de libros colectivos, tales
como: Marcando Territorio, El Indígena y su Territorio (con Pedro García Hierro
y Richard Ch. Smith) y de numerosos ensayos y artículos.
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